El año 2024 pasará a la historia como uno de los más turbulentos desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En el marco de un escenario internacional ya de por sí fracturado, los conflictos bélicos y las tensiones geopolíticas no solo se intensificaron, sino que revelaron la fragilidad del sistema de seguridad global establecido tras 1945.
La primera gran señal de alarma fue el conflicto entre la OTAN y Rusia en Ucrania, que no solo mantuvo su ritmo devastador, sino que también mostró cómo las viejas rivalidades pueden inflamarse en un mundo donde las alianzas y los intereses estratégicos cambian con rapidez. Este conflicto, lejos de ser una mera disputa territorial, ha sido un espejo de la lucha por la hegemonía y de las limitaciones de la diplomacia en tiempos de guerra híbrida.
Parallelamente, en el Medio Oriente, la confrontación entre Israel y una coalición de fuerzas lideradas por Hamas, Hezbollah e Irán en Gaza retrató otra dimensión de la crisis global. Aquí, el uso de tecnologías avanzadas, incluida la inteligencia artificial para la identificación de objetivos, ha abierto debates éticos sobre la guerra moderna. Este conflicto ha evidenciado la incapacidad o, quizás más críticamente, la falta de voluntad de las instituciones internacionales para mediar y resolver disputas en regiones estratégicamente importantes.
El año también vio cómo países como China y Turquía han influido significativamente en el curso de los conflictos, no mediante intervención directa, pero sí a través de una diplomacia agresiva y un apoyo indirecto. El caso de Siria es un claro ejemplo de cómo el poder regional puede reconfigurarse bajo las sombras de la geopolítica global. La soberanía de los estados ha sido puesta a prueba, con fronteras físicas y digitales siendo violadas, sanciones económicas impuestas y manipulación política externa.
La tecnología ha jugado un papel dual: por un lado, ha permitido un control y vigilancia sin precedentes; por otro, ha abierto la puerta a ciberataques que afectan infraestructuras críticas, demostrando que la próxima guerra podría librarse en servidores más que en campos de batalla.
Desde una perspectiva económica, el 2024 ha sido un año de contradicciones. La globalización, otrora vistosa bandera del progreso, ahora parece un caballo de Troya para la desigualdad y la dependencia tecnológica. Las grandes potencias tecnológicas han consolidado su poder, creando una brecha aún más profunda entre los que tienen y los que no.
Mirando hacia el futuro, la pregunta que nos hacemos es si 2025 traerá consigo una nueva era de diplomacia o si continuaremos viendo cómo se deshilacha el tejido del orden internacional. La respuesta depende no solo de las acciones de los gobiernos, sino también de la capacidad de la comunidad internacional para reimaginar y reformar las estructuras que han fallado en mantener la paz.
El año 2024 nos deja una lección clara: la paz no es un estado de inercia ni un logro alcanzado una vez y para siempre. Es un proceso continuo que requiere de la vigilancia, la colaboración y, sobre todo, la voluntad de entender y respetar las dinámicas de poder que configuran nuestro mundo.